segunda-feira, 20 de setembro de 2010

Teoría & juego del duende - por Federico Garcia Lorca

Madrid, 1933

Señoras y señores:


Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta 1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.

Con ganas de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación.

No. Yo no quisiera que entrase en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.

De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.

El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalete, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: "Esto tiene mucho duende." Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: "Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende."

En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: "Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo"; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: "¡Ole! ¡Eso tiene duende!", y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: "Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende." Y no hay verdad más grande.

Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: "Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica."

Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: "El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies." Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.

Este "poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica" es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.

Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Núremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía.

No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.

Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.

El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y previene como San Gabriel.

El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.

Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.

La verdadera lucha es con el duende.

Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: "Verdaderamente tú eres Dios escondido", al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.

Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún; o que desnuda a Mosén Cinto Verdaguer con el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la madrugada del boulevard.

Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.

Una vez, la "cantaora" andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.

Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: "¿Cómo no trabajas?"; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: "¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?"

Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: "¡Viva París!", como diciendo. "Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa."

Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.

La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y como cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos "¡Alá, Alá!", "¡Dios, Dios!", tan cerca del "¡Olé!" de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de "¡Viva Dios!", profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina, evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.

Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.

Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:

La sangre de mis entrañas
cubriendo el caballo está.
Las patas de tu caballo
echan fuego de alquitrán...

al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama:

Amigos, que yo me muero;
amigos, yo estoy muy malo.
Tres pañuelos tengo dentro
y este que meto son cuatro...

hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.

La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso, no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española:

-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me miras, di?
-Ojos con que te miraba
a la sombra se los di
-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me besas di?
-Labios con que te besaba
a la sierra se los di.
-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me abrazas, di?
-Brazos con que te abrazaba
de gusanos los cubrí.

Ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción:

Dentro del vergel
moriré
dentro del rosal
matar me han.
Yo me iba, mi madre,
las rosas coger,
hallara la muerte
dentro del vergel.
Yo me iba, madre,
las rosas cortar,
hallara la muerte
dentro del rosal.
Dentro del vergel
moriré,
dentro del rosal
matar me han.

Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro ln Recort tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.

Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del xv y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.

Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!

En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.

Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.

La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.


Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria ni por darle una bofetada al Nuncio de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del Amor libertado del Tiempo.

Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.

Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.

En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adore y se sacrifica a un Dios.

Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda.

El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.

Pero imposible repetirse nunca, esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.

En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.

El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego.

Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.

El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.

Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.

España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.

El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.

El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.

Cuando llueve saca a Velázquez enduendado, en secreto, detrás de sus grises monárquicos; cuando nieva hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el frío no mata; cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete y le hace inventar un nuevo espacio para la escultura.

La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando

el ciervo vulnerado
por el otero asoma.

La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte. La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo barrido y sierra seca.

Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.

Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres, materia última y fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y vocablo.

Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes, las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la Vía láctea.

Señoras y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a la musa, al ángel y al duende.

La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos de vaca que miran en Pompeya a la narizota de cuatro caras con que su gran amigo Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Mesina, túnica de Lippi y violín de Massolino o de Rousseau.

El duende... ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas.

[Federico Garcia Lorca (1898 -1936) -  dramaturgo, ator, diretor e poeta espanhol]  

Filmes que me marcaram...

Stalker - Tarkovsky
Andrei Rublev - Tarkovsky
O espelho - Tarkovsky
Nostalgia - Tarkovsky
Fanny & Alexander - Bergman
Fritzcarraldo - Herzorg
Strozek - Herzog
The Kid - Chaplin
O Grande Ditador - Chaplin
Acossado - Godard
Elogio ao amor - Godard
Histórias do Cinema - Godard
Julie e Jim - Trouffaut
Ran - Kurosawa
Sonhos - Kurosawa
Derzu Uzalá - Kurosawa
Cidadão Kane - Orson Welles
O Processo - Orson Welles
Europa - Las Von Trier
A cor da Romã - Paradjanov
Oito e meio - Fellini
E la nove vá - Fellini
Eclipse - Antonioni
Hiroshima Mon Amour - Alain Resnais
A conversação - Coppola
Era uma vez na América - Sergio Leone
Gosto de Cereja - Abbas Kiarostami
Vertigo - Hitchcock
Pulp Fiction - Tarantino
Arca Russa - Sokurov
Ladrões de bicicleta - Vittorio de Sica
Crônica de Anna Magdalena Bach - Jean-Marie Straub
A Idade da Terra - Glauber Rocha
Claro - Glauber Rocha
Livro de cabeceira- Peter Greneway
Barton Fink - Irmãos Cohen
O último do Moicanos - Michael Man
Institute Benjamenta - Brothers Quay
O processo de Joana D'arc - Robert Bresson
Casablanca - Michael Curtis
Laranja Mecânica - Kubrick
Apocalipse Now - Coppola
O poderoso Chefão - Coppola
Easy Rider - Daisy Hopper
Satantango - Bela Tárr
Delikatessen - Jean Pierre Jeunet
2001: uma odisséia no espaço - Kubrick
Nosferatu - Murnau
Trilogia João de Deus - Manoel de Oliveira
A Mulher Canhota - Peter Handke
Asas do desejo - Win Wenders
As vinhas da Ira - John Ford
Down by lown - Jim Jarmush
Dead Man - Jim Jarmusch
A cicatriz interior - Philipe Garrel
Amantes Constantes - Philipe Garrel
THX 1138 - George Lucas

quinta-feira, 16 de setembro de 2010

Pérola de Bernard Shaw...

Você está cansado de trabalhar?
O ano tem 365 dias de 24 horas, das quais 12 estão dedicadas às noites que, somadas, totalizam 182 dias. Portanto sobram apenas 183 dias hábeis ao trabalho: menos 53 domingos, sobram 131 dias; menos 52 sábados, restam um total de 79 dias de trabalho. Porém existem 4 horas diárias dedicadas às refeições que, somadas, totalizam 60 dias. O que quer dizer que sobram 19 dias dedicados ao trabalho. Porém como você goza de 15 dias de férias, somente lhe sobram 4 dias para trabalhar. Tirando ainda aproximadamente 3 dias de licença que você utiliza para ficar doente,  ou por ter diligências a cumprir, somente lhe sobra 1 dia para trabalhar.  Porém esse dia, precisamente, é o dia do trabalho (maio) que é feriado, portanto não se trabalha.
Então porque você se sente cansado?

sábado, 11 de setembro de 2010

PARTITURA

Arcos-tempos
pérolas-encontros
fomes e feridas
um colar nos perla
nos laça e trespassa
une abóbodas celestes
reúne escuros-noturnos
um-a-um destino afora
e entre elas
entre as vértebras
um espaço
de soluços-estilhaços
intervalos sem ecos
nacos de nada
e dafnedálias
que também cantam
nessa partitura
que nos perdura
funda e articula
vida-morte-vida
aquilo que soa
e o que cala
insondavelmente
nas órbitas silentes
isoladas e
não-lembradas
justamente aí
neste teu cordão
embaraçado
também se pendura
meu pescoço.

quarta-feira, 1 de setembro de 2010

A forma na música nova - Gyorgy Ligeti 1966


O estudo e a descrição da "forma musical" podem adotar pontos de vista diferentes.

Um abordagem comum conduz à formulação seguinte: "A forma é a relação que as partes estabelecem entre si e com o todo". Se esta definição - empregada não somente na teoria das formas musicais, mas também em outros contextos - é válida e justa, nos ensina muita pouco sobre a verdadeira natureza da forma musical. Descrever esquemas, tais como "ABA", "sonata", "rondó", por exemplo, parte dessa abordagem, assim como descrever a articulação do todo e de suas partes até os motivos e menores fragmentos. Quanto aos novos tipos de música, que escapam aos esquemas formais tradicionais, a maior parte dessas descrições, apoiadas sobre as proporções do todo e das partes, limita-se a uma constatação sem interpretação.

Um abordagem mais aprofundada mostra que a forma musical ultrapassa a simples relação das partes entre si e com o todo. Os aspectos sintáticos adquirem um papel primordial na compreensão da forma: no interior do processo musical, cada fase e cada instante possuem características que contribuem à elaboração do processo. Lugar e função no interior do conjuto, ligação ou independência, parentesco e contraste estabelecem um sistema de relações que provocam a aparência de movimento ou de imobilidade, de "expansão no tempo". Consequentemente, a noção de forma musical se aplica não somente a aspectos de relações entre as partes, mas também à maneira de agir das partes no interior do todo; assim, a função aparece como uma categoria mais decisiva que a simples enumeração dos componentes.

Se a noção de "forma musical" é abordada pelo viés daquela, mais vasta, de "forma", um aspecto suplementar se desdobra: a analogia com o espaço. A forma é, inicialmente, uma abstração de configurações espaciais, de proporções entre volumes de objetos no espaço. Transposta a domínios não espaciais - forma poética ou musical - a "forma" torna-se abstração de uma abstração. Em ligação com a origem desta noção, as formas que se desenvolvem no tempo permanecem associadas à espacialidade. Isso é reforçado pelo fato de, em nossa imaginação, espaço e tempo aparecem sempre relacionados: sempre que uma dessas duas categorias domina, a outra se impõem imediatamente, por associação. Quando se imagina ou se escuta música - fenômeno antes de tudo temporal - relações espaciais imaginárias se criam, em diversos níveis. Em primeiro lugar, no nível associativo: a mudança de altura dos sons - a palavra já evoca uma analogia com o espaço - evoca a vertical, enquanto que a permanência da mesma nota, a horizontal. Entretanto, as mudanças de intensidade ou de timbre - como, por exemplo, a diferença entre um som com surdina e sem surdina - dão a impressão de distância e de proximidade e, de modo geral, de profundidade do campo. Em nossa imaginação, as figuras e estruturas musicais parecem tomar lugar em um espaço imaginário que elas suscitam. Muitas relações espaciais imaginárias se estabelecem em um nível de abstração superior e lá, muitos tipos de espaço são pensáveis. Assim, fala-se de um espaço "harmônico", abstração do espaço associativo das alturas, no qual não são as alturas entre si, mas suas relações que geram o espaço. As relações sintáticas entre os diferentes elementos musicais são igualmente traduzidas por nossa imaginação a um espaço virtual, no qual todos os instantes musicais - fragmentos, motivos, figuras, partes, etc - tornam-se lugares ou objetos, enquanto a progressão musical em seu conjunto aparece como uma arquitetura no espaço. Isso não se aplica unicamente às músicas "estáticas", onde a analogia com o espaço se impõe imediatamente, devido à aparente imobilidade da ação musical, mas, de modo geral, a todos os tipos de música, mesmo evolutivas ou com desenvolvimento. À medida que comparamos involuntariamente cada novo instante percebido com aqueles que o precederam e imaginamos os instantes futuros, percorremos o edifício musical como se ele estivesse presente em sua totalidade. Associação, abstração, lembranças e previsões tecem, precisamente por sua interação, a rede de relações necessária à concepção da forma musical.

As considerações precedentes permitem mostrar a diferença entre música e forma musical: a "música" seria o desdobramento puramente temporal, enquanto a "forma musical" seria uma abstração, apresentando as relações não mais no tempo, mas em um espaço virtual. A forma musical passa a existir assim que se transforma, por uma visão global retrospectiva, o desdobramento temporal da música em "espaço".

A visão global retrospectiva é a história. O aspecto histórico, entretanto, não se refere apenas à forma de uma obra musical particular, mas, para além dela, às relações formais que se estabelecem entre diferentes obras. Efetivamente, é impossível explicar a função dos elementos de uma obra apenas a partir de suas relações musicais internas: as características de cada um dos elementos e suas junções só adquirem sentido quando se relacionam às características e esquemas de junção gerais que se observam no conjunto de obras de um estilo ou de uma tradição dada. As particularidades individuais são apenas reconhecidas quando os pontos comuns ou as divergências com os tipos históricamente estabelecidos são levados em conta. Consequentemente, o fator histórico influi sobre a forma musical, tanto no aspecto sintático quanto na analogia com o espaço musical. A sintaxe musical evolui no curso da história e com ela; o espaço virtual integra, não somente, os momentos de uma obra particular, mas também aqueles do passado: na forma musical, os momentos passados da obra que se percorre e aqueles de toda música vivida tornam-se "presentes". O tempo real no qual a música flui - um tempo que aparece na forma musical como espaço imaginário - não é o único nível temporal da obra: a cada instante, um tempo imaginário entra em jogo, um tempo a uma potência superior, gerado pela compressão do passado que precedeu o desdobramento temporal real da obra particular. Esse tempo imaginário é, por sua vez, transformado em "espaço" por um fenômeno de abstração: a história, tempo armazenado na memória e recuperado no presente, é já de natureza espacial imaginária.

É com a ajuda de modelos saídos de uma mesma tradição que se pode melhor demonstrar a função da história no interior da forma musical.

Tomemos, por exemplo, a sonata do classicismo vienense. O que seus elementos formais apresentam de particular é permitir reconhecer em que fase do desenvolvimento formal se encontra: temas, ponte modulante, desenvolvimento, transição para a reexposição, coda, todos esses elementos não se identificam apenas por sua posição dentro da grande forma, mas também por seu comportamento musical. Esse comportamento pode ser descrito com precisão, por meio de características harmônicas, rítmicas e motívicas, tipos de modulação e mesmo de dinâmica. Quando os modelos da sonata clássica, tornados convenção histórica, aparecem no contexto musical do romantismo, sofrem uma transformação de sua significação formal. (Pode-se interpretar de modo inverso: é precisamente a mudança de significação dos modelos que modifica o contexto.) Entretanto, esta transformação não é completa - a nova significação resulta de um deslocamento dos pontos principais com relação à significação antiga, que é conservada.

Por exemplo, um dos modelos da coda clássica - um gesto de fechamento - resulta, sobre o plano harmônico, da afirmação repetida da tônica e, sobre o plano rítmico, de uma fermata realizada na escritura orquestral. Para a dinâmica e instrumentação, o modelo se compõe de um tutti orquestral fortissimo, brilhante e luminoso, podendo atingir o pomposo, em particular nas aberturas e finales das sinfonias. Ele será desenvolvido e ultrapassado nas aberturas e finales da época romântica. Encontram-se casos extremos desse modelo, sobretudo nas apoteoses conclusivas de Bruckner, por exemplo, no primeiro e no último movimento da Sétima Sinfonia. A mudança de função que se opera com relação à coda clássica é aqui claramente reconhecível: as fermatas escritas não são apenas confirmações do fim, mas também campos sonoros estáticos. Elas certamente conservam o antigo efeito de conclusão, mas não proclamam mais: "agora acabou". Ao contrário, estendem o gesto terminal até sobredimensioná-lo, atrazam-no e fazem com que ele atinja um estado de suspensão, dando a impressão de que poderia durar eternamente. Entretanto, uma coda desse tipo só adquire essa significação quando se observa o deslocamento de seu sentido com relação ao sentido antigo que é trazido na memória. Se é considerada somente em si, como seção de uma obra particular, seu sentido não estaria totalmente inexistente, mas grandemente enfraquecido. É necessário tomar em consideração toda a tradição das significações formais para revelar o totalidade do sentido, estendendo as ligações de uma configuração musical presente às configurações aparentadas que constituem a ressonância histórica de modo sujacente.

O exemplo descrito aqui - um entre muitos outros - permite tirar conclusões sobre dois aspectos da forma musical.

Em primeiro lugar, ele esclarece a particularidade da noção de "significação" concernente à forma musical e à musica, de modo geral. A significação musical, que introduz alguns pontos em comum entre os contextos musicais e a linguagem, tem uma natureza fundamentalmente diferente da significação verbal: a significação musical não tem relação direta com noções conceituais e, consequentemente, apresenta apenas uma aparência de substrato semântico. A música sugere signicações, mas essas significações desaparecem quando se procura fixá-las sobre um plano semântico unívoco. Uma passagem musical só adquire sentido quando remete a outras passagens musicais: não se pode apreender o sentido em si mesmo, mas seus deslocamentos e mudanças. A analogia entre língua e música é também limitada pelo fato que a sintaxe musical é nitidamente mais flexível e efêmera que aquela da língua: ainda que seja parcialmente justificável considerar a música como um sistema sintático, esse sistema é preenchido de incoerências e lacunas internas; ele não é de forma alguma fechado, mas, ao contrário, aberto a todo tipo de manipulação. É por isso que o sistema musical dificilmente satisfaria as exigências de um sistema coerente e porque as tentativas de descrever a música ou a forma musical com critérios da lógica ou da matemática são tão duvidosas. Certamente o sistema musical comporta aspectos lógicos, mas esses, do mesmo modo que os semânticos, são o resultado de uma aparência: a música pode levantar proposições e tirar deduções, mas não se tem garantia de justiça ou de verdade incondicional. A significação e a lógica musicais se comportam com relação à significação e à logica efetivas como sonhos em face à realidade.

Em segundo lugar, o exemplo esclarece a seguinte particularidade da função formal: ela não é compreensível no interior de uma obra única, mas apenas no encadeamento histórico. Deduz-se que a forma musical ultrapassa as manifestações individuais da música: cada momento de uma obra é, em um certo nível, elemento no sistema de referência da forma individual e, em um nível superior, elemento do sistema de referência mais global da história.

O aspecto histórico da forma musical foi remarcavelmente estudado e apresentado por Theodor W. Adorno. Refiro-me particularmente ao livro consagrado a Mahler, enquanto contribuição fundamental a um "estudo histórico das formas".

A abordagem histórica da forma musical é tão essencial que não há material verdadeiro - no sentido primeiro do termo - que possa ser posto em forma pelo processo de composição; as notas, os sons, etc, em suma, o sustrato acústico não podem ser considerados como material para a música, no sentido onde, po exemplo, a pedra ou a madeira são os materiais da escultura. O processo de organização formal na música diz respeito às relações estabelecidas por contextos de notas e de sons: o que se trabalha em música já é "forma" e não material. O sistema da forma musical e de suas transformações na história pode ser comparado a uma imensa rede que se estende no curso do tempo: cada compositor continua a tecer a rede gigante de um determinado lugar, criando emaranhados e nós novos que serão, por sua vez, continuados ou afrouxados e tecidos de um outro modo pelo próximo. Há lugares onde o tecido não continua, mas é, ao contrário, rasgado: ele é retomado em seguida com novos fios e de um novo ponto aparentemente desligado da estrutura prévia do tecido. Mas, se observado com mais afastamento, percebe-se um fio quase transparente se enrolar sem que se note os rasgões: mesmo o que parece desprovido de relação e de tradição entretém uma ligação secreta com o passado.

Traduzido por Rogério Vasconcelos